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sábado, 13 de junio de 2020

Cuento de Otoño

MEMORIAS DE LADA 33


©2021Antonio Dabdoub Escobar 

Cuento corto

 Prohibida su reproducción por cualquier forma o medio.

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Julio despertó sobresaltado. La luz que se colaba por la ventana le afirmaba que ya era tarde. Demasiado. Pues él, apasionado del acondicionamiento físico y de su trabajo como agente de bolsa, siempre le ganaba al sol para hacer una hora de ejercicio y estar en su oficina, frente a su batería de pantallas, al menos una hora de anticipación a la apertura de Nueva York. Pero, antes de saltar de la cama, notó otras cosas que también estaban mal y se detuvo. Demasiado. No reconocía el pijama. Aquella no era su cama… su recámara. Lanzó un grito de terror y con eso despertó a la desconocida que dormía a su lado. Con el rostro de ella a escasos centímetros de él, gritó todavía más fuerte.

 

—Cálmate por favor, Jorge, ¿qué te pasa? —le dijo ella con los ojos muy abiertos al momento que se abalanzaba para estrecharlo.

 

Él apartó los brazos de ella de un manotazo más fuerte de lo necesario, se levantó de un salto y se refugió hasta la seguridad de su espalda pegada contra la puertaventana.

 

«Cuando menos mi nombre es el correcto», pensó él sumamente aturdido y con un dedo apuntando amenazó:

 

—No te me acerques. No sé quién eres ni qué hago yo aquí.

 

—Por favor, querido, escucha: soy Sofía, tu esposa—dijo ella de rodillas en la cama y con los brazos extendidos, vacíos, suplicantes—. Ya nos había prevenido el médico que una cosa así pudiera suceder. Necesitamos hablar. Hace tiempo tuviste un accidente y…

 

Pero él no la dejó continuar. Descalzo y vistiendo solo el pantalón del pijama, salió corriendo de la habitación y de la casa. Sofía no volvió a saber de él hasta que regresó media hora después acompañado de una pareja de policías.

 

Se metió sin saludar y fue ella quien, con los ojos mojados y enrojecidos, agradeció a los uniformados por haberlo encontrado tan rápido.

 

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—¿Dónde están mis trajes? —preguntó él con tono despótico cuando ella lo alcanzó hasta el clóset compartido —. Y mi portafolios. Maldita sea, ¿dónde están mis corbatas?

 

—No usas trajes, Julio —contestó ella en tono maternal y sonriendo—. Eres escritor y trabajas desde aquí. Trabajas en casa para el periódico. Eres…

 

—¡No digas estupideces! —dijo él sarcástico al tiempo que con ambas manos la empujaba por los hombros y contra sus vestidos para despejar su salida.

 

Sofía perdió el equilibro, quiso sujetarse, pero solo sintió el rasgado de tela y cayó sentada. Y la sorpresa la hizo no poder levantarse. Era la segunda vez que él la tocaba con violencia. Las dos esa misma mañana. Pero un minuto después lo oyó llorar, su puso de pie con urgencia y salió corriendo hacia él. Lo encontró sentado en la cama, con los contenidos de su cartera desparramados y con las dos manos escondiendo su rostro. Se arrodillo frente a él y lo abrazó de las piernas. Él seguía desconsolado y no tuvo animo para rechazarla.

 

—Yo ni siquiera vivo aquí —lo oyó decir entre hipos—. ¿Qué hago yo en Mazatlán? Yo vivo en Guadalajara. 

 

—Si me dejas explicarte… —dijo ella, pero él la interrumpió:

 

—Pero, ¿quién eres tú para explicarme nada? Ni siquiera te conozco —le dijo mientras, con fuerza pero sin lastimarla, se liberaba de su prisión de manos. Luego agregó gritando y alejándose—. ¿Y dónde está Florencia? ¡¿Dónde está mi esposa?!

 

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—Florencia te abandonó, Julio. Se fue con tu mejor amigo. Cuando te enteraste, en tu desesperación, tomaste tu auto y te volaste la barrera de protección de un puente de la carretera a Colima. Los paramédicos ni siquiera bajaron al barranco y te dieron por muerto; que mejor acudiera el Ministerio Público para dar fe. Pero un campesino vio que estabas vivo, te recogió y te llevó en su mula al hospital. Duraste seis meses en coma. Cuando por fin despertaste habías olvidado todo. Profesión, familia, amigos, matrimonio. Por supuesto también olvidaste lo del abandono. Todo, Julio. Hasta tuviste que aprender a caminar.

 

Sofía había recurrido a su certificado de matrimonio y fotografías de la boda para respaldar la veracidad de sus palabras. Con eso él se había tranquilizado un poco. Apenas lo suficiente para vestirse y dejarse llevar. Ahora le hablaba en tono cariñoso, ambos en el consultorio del médico psiquiatra que veía el caso de Julio y se había convertido en amigo de ambos. Julio permanecía acostado en el sillón de consulta, dándoles la espalda y con las manos todavía cubriéndose el rostro.

 

—¿Héctor y Florencia? Imposible. Debe ser un error. Puedo apostar que hay confusión.

 

—Lo que te dice Sofía es verdad, Julio —intervino el especialista en tono también compasivo—. Por favor escúchala. Gracias a la atención médica que recibiste gozas de una nueva oportunidad; una vida nueva. Pero en la cabeza del ser humano existen tantos misterios y, sorpresas como esta, no se pueden descartar. Lo que tienes que hacer ahora es escuchar y conocer sobre tu vida. Sofía te ama y te quiere guiar para que recobres lo que ha sido tu vida estos cinco años.

 

Julio accedió sin estar del todo convencido. Nada perdía con escuchar. Aun con todo lo ridículo que se sentía dejándose llevar de la mano por una mujer hermosa que reclamaba ser su esposa. Sofía lo llevó a su restaurant favorito sobre un promontorio rocoso con una hermosa vista de la bahía. Precisamente donde se conocieron. Aquella increíble cita a ciegas organizada por amigos mutuos. Ahora por recomendación del doctor: escuchar relatos y visitar lugares con carga emocional pudiera ayudar a recuperar algo de los recuerdos extraviados.

 

Ya ahí, y aun antes de que les trajeran el vino, ella le describió a detalle del flechazo que ambos sufrieran aquella tarde un lustro atrás. Con visibles pormenores, amplia sonrisa y ojos destellantes, le relató las primeras impresiones y expresiones de ambos, de como iban vestidos y, sin contener la risa, de las bobadas de ambos que daban cuenta del nerviosismo que crecía pues, con los minutos, la fusión resultaba tan inevitable como deliciosa.

 

—Vestías jeans y guayabera blanca de manga corta. Estabas guapísimo, Julio, y llevabas esa colonia que aún me vuelve loca. Y yo, pues la verdad me había esmerado en mi arreglo con mi falda favorita y un suéter de cuello alto.

 

—De cualquier forma, eres una mujer muy bella, Sofía

 

—Gracias, Julio.

 

—Continua, por favor.

 

—Ah, si. Verás, con tu barba de tres días y tus bíceps, como siempre, bien trabajados, derrochabas seguridad. Pero, pronto se hizo obvio como te impactaba. Te pusiste tan nervioso que derramaste el vino… Dos veces, je, je.

 

—Nomas no abuses y se te ocurra modificar la historia a tu favor.

 

—No, Julio. Te lo prometo. No podría alterar el mejor día de mi vida. Yo también estaba muy nerviosa, ¿sabes? Me refugié en el baño en dos ocasiones y en el espejo me tuve que convencer que aquello en realidad estaba sucediendo.

 

—Y de seguro tú debes saber por qué Mazatlán.

 

—Claro, Julio. Es fácil de explicar. El editor del periódico es amigo tuyo. Creo que desde la universidad. De los primeros de enterarse de tu accidente, estuvo visitándote y muy pendiente de ti. Cuando te recuperase recurriste a él para un empleo. De lo que fuera. Empezaste en ventas, pero fuiste ascendiendo hasta llegar a columnista y uno de los predilectos del puerto te puedo asegurar.

 

—No me puedo imaginar yo escribiendo. No tengo ni idea de qué pueda yo escribir que no sean cuestiones financieras.

 

—Pues sería bueno que leyeras algunas de tus columnas. De seguro te refuerza algún recuerdo.

 

—¿Y… hijos?

 

—No, Julio. Al principio decidimos esperar un tiempo y ahora tratamos sin éxito. Pero ya vendrán, ya verás —le dijo al tiempo que le aprisionaba ambas manos y le coqueteaba con los ojos.

 

Entre langostinos y arroces, la plática fluía como el Chardonay borgoñés. Él con mil preguntas, algunas demasiado íntimas, como tanteando; ella disfrutando en recrear lo más veraz posible la historia compartida. Él en ocasiones sonreía; en otras permanecía serio, nostálgico; ella siempre divertida, ilusionada. Para beneficio de él todo era evidencia; para el de ella, reafirmar como era en realidad su vida: hermosa, íntima y, de cierta manera, al recrear, se enamoraba una vez más.

 

Posterior al flan para dos, caminaron por el malecón de Olas Altas. Ahora él recordando y platicando a Sofía todo sobre su infancia y juventud. Episodios de su vida que ella ignoraba. De todo lo feliz que había sido creciendo en el noble barrio de la Avenida de la Paz de su querida Guadalajara. Sin embargo, para cuando seguía de hablar sobre sus últimos años de universidad y graduación, Julio enmudeció.

 

—¿Metemos los pies en las olas? —nomás dijo y sin esperar respuesta fue él que la llevó.

 

Sofía entendió. Una mujer residía en esa etapa de sus memorias; quizá la misma Florencia; la culpable del accidente; la culpable de su gran felicidad. De todas formas las olas parecían excelente idea. Cuando el sol se despedía, descalzos y mojándose también la ropa, juguetearon como niños.

 

Regresaron a su casa, otra vez tomados de la mano, y siguieron hablando. Ahora, sentados muy cerca uno frente al otro, se atrevían a hablar del futuro: un crucero por el Danubio; una aventura en motocicleta hasta Alaska. Aprovechando que Julio divagaba, Sofía decidió que era el momento perfecto para intimidar.  Su pie derecho curioseando en los pies descalzos de Julio. Él, en silencio y sin expresión, sin siquiera verla a los ojos, los movió para un lado. Ella se puso de pie, se quitó muy despacio la falda, se sentó y volvió a juguetear; ahora alrededor de las rodillas. Julio intentó cruzar las piernas. Ella, tensando el pie y con una mirada cargada de mensaje, lo evitó. Continuaron en silencio. Ahora fue el turno de la blusa. Él con las manos enlazadas en la nuca miraba hacia el cielo raso. Pero Sofía, que lo conocía mejor que él mismo, que sabía lo que podía lograr cuando se lo proponía, siguió su quehacer, siempre deliciosamente despacio.

 

Y lo que resultó de aquello fue una mezcla de tempestad con terremoto. Como si fuera su primera vez. Su única. Minutos después, aún con la respiración agitada, la piel mojada y con las ropas en la mano, Sofía quiso llevarlo de la mano a la cama. Él se negó.

 

—Dame tiempo. Aun está demasiado fresco el susto de esta mañana— alegó.

 

Pidió una almohada y una cobija para dormir ahí mismo en el sillón. Sofía aceptó, pero regresó con su sonrisa de ojos pícaros, con dos cobijas y dos almohadas.

 

—Por favor, Sofía. Necesito mi espacio.

 

Ella le aventó los tendidos y se fue llorando a su recámara. Durante la noche siguió llorando pues lo escuchó marcando el teléfono, de seguro números con Lada 33, y lanzando maldiciones pues aparentemente nadie le contestaba.

 

Y muy temprano en la mañana, Sofía volvió a llorar más fuerte, jalarse los cabellos y hasta gritar. De Julio solo encontró una nota que decía:

 

«Me fui a Guadalajara, regreso o te escribo.»

 

 

 

 

 

 

 

 

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